Late el corazón pingüino
Hace días atrás, tuve el placer de ir a ver La Isla de Los Pingüinos, película dirigida por Guille Söhrens, ambientada en la época de la Revolución Pingüina de 2006.
La misma noche que fui a la Cineteca Nacional, le decía a la Fran Sáenz (quien trabajó en la producción de la cinta) que le daba las gracias por instarme a vivir aquel momento. Es que para ser sincero, no son demasiadas las películas que veo. Pero una cosa es ver una película, y otra disfrutarla. Sentirla… y al fin y al cabo vivirla.
Mayo del 2006. Martín Zilic comenzaba a pasarla malito porque los muchachos de colegios municipales emblemáticos levantaban tomas en sus establecimientos, alegando por las condiciones en las que estudiaban, pidiendo por que el pase escolar se pudiera ocupar las 24 horas, todos los días del año, con pasaje gratuito en la locomoción colectiva; y más en el fondo, cuestionar el sistema educacional que heredásemos de la dictadura, cuyo emblema en ese momento era la famosa Ley Orgánica Constitucional de la Enseñanza, promulgada 10 de marzo de 1990. Uno de los últimos cachitos de amarre que dejara el tirano antes de entregar la banda.
Por acá, perdía una elección de Centro de Alumnos de aquel colegio particular subvencionado de Maipú (porque, además, aún no teníamos conciencia del concepto de «alumno» en contraste con el de «estudiante») y seguíamos la vida, como si nada, en pleno momento del aniversario del colegio, viendo las miss y los mister piernas, y una gala de vestidos de material de desecho (gran faena del Gori y la Júe). Algo se venía gestando y no teníamos idea. No así, en el universo del colegio donde se ambienta la película. El Colegio Pedro Torres, el primer particular subvencionado en subirse a la micro de la revolución y romper la odiosa burbuja en la que nos encontrábamos sometidos cientos de estudiantes de esa clase de colegios, donde el lucro y la desregulación era la tónica. Donde los estudiantes rara vez han visto en su vida a los sostenedores, y muchas veces los directores son tan sólo títeres del negocio, dedicados a mantener altos puntajes de Simce y PSU, a costa del embrutecimiento de millones de jóvenes, que hoy por hoy, son víctimas de un adoctrinamiento de la idiotez.
No deja de tocar el corazón la construcción de los personajes de la trama. Es identificable cada uno de los estereotipos que en una sala de clases conviven -y doy fe, como docente, que hasta hoy siguen existiendo-, de personajes entrañables que es fácil colocarles una etiqueta propia, porque todos conocimos a un Paredes. Ese jotoso culiao que siempre pasa máquina en donde sea, con discursos románticos, pero para posicionarse en su partido. Todos conocimos a una Laura, mujer de carácter firme, no sin pelear a las contradicciones de su vida, pero que alza las banderas en el momento en que la primera mujer presidenta de Chile, a poco tiempo de terciarse la banda, comenzaba a enfrentar su primera gran crisis. De seguro, las Lauras de ese instante hoy deben ser las que han sacado adelante el histórico movimiento feminista que copa las portadas actuales y nos ha obligado a mirarnos a nosotros -los hombres- a enumerar cuanto privilegio hemos sacado provecho, y desmenuzar nuestras existencias, con el fin de provocar un cambio radical en la forma de coexistir, que por supuesto, de buenas a primeras se entiende por fundamental y necesario, aunque no menos complejo.
Pero sin duda, es Martín quien encarna a muchos más que no se daban por aludidos hasta ese instante. Es cierto lo que dice: «No hay manuales para hacer una revolución». Justamente aquello era lo que acontecía en las salas de clases de cientos de colegios no emblemáticos, sin renombre, conocidos tan sólo en sus barrios. Donde nadie sabía cómo cresta se paraba una toma, ni qué funciones hacer, ni tampoco cómo realizar una asamblea, lo que resultaba en un depósito de confianza de manera ciega en dirigentes proclamados por el calor del instante. Fuimos parte de aquellos que sólo en ese momento nos enterábamos de tantas cosas, que llega a acariciar con frenesí esa pugna entre la inocencia que se construía en esos espacios escolares desconectados de toda realidad, y la violencia de un sistema escolar que determinaba -y que lo sigue haciendo- el destino de cientos de jóvenes a tocar techo apenas terminados los doce juegos.
Porque lo que se ve en la Isla de los Pingüinos ocurrió de verdad. Porque cuando en el Alicante anduvimos hueveando en el techo, y durmiendo a la intemperie haciendo guardia, amenazados por la lluvia y los nazis que andaban en furgones fastidiando con su descarada inmoralidad, nos miramos entre esos nuevos compañeros que se formaban en una toma pensando ¿y qué viene ahora? ¿quién nos defiende? ¿cómo fue que nos engañaron tanto?
No. Es que la vida no era tan sencilla. Y hasta mayo del 2006 muchos no teníamos idea que las barreras están puestas de forma deliberada en la pista. Y se llaman leyes. Y se llama sistema escolar. Y, como podemos ya entender, no las elegimos.
Fue precisamente ese el grito de los lienzos que en el Pedro Torres se erigieron, en tanto un grupo de jóvenes convencidos de que lo que hacían era histórico se entrelazaba con las historias personales de cada participante. No nos olvidemos que éramos los mismos adolescentes que tras conversar acerca de nuestros destinos, con la solemnidad que merecía, luego venía la parte de agarrarnos a guates, dibujar cómics, o armar una guerra de papeles. La delicadeza de esa edad ambigua, donde la responsabilidad parece escurridiza, y después de la consigna, hay tiempo para mirar a tu alrededor y ver a cada compañero en lo suyo, como los «Hermosos culiaos».
Fue imposible no sentirme orgulloso al ver cómo se desarrollaba la toma en aquella película. Si fui tan sólo uno más, un pingüino más, tan desinformado como muchos en un principio, como los cabros de las bases del Pedro Torres. No obstante, la caricia a la nostalgia se produce precisamente porque los pingüinos del 2006 fueron la pieza importante de la serie de cambios sociales que Chile ha comenzado a experimentar desde aquel instante hasta ahora. La educación, el transporte, las pensiones, la desigualdad de género.¿Qué habría sido de todo si los pingüinos no hubiesen levantado la voz hace doce años? Y fuimos cientos de miles unidos al fin por algo. Fuimos parte de la historia.
Para quienes hemos participado en estas manifestaciones puede que la película tenga algunos tintes predecibles. Sin embargo, los personajes entregan mucho de su mundo interior que da un sentido que entrelaza el relato libertario de lo romántico con sentimientos que se escriben en hojas de cuaderno. Martín y Laura hacen un guiño a esos instantes que hacen únicos los momentos de las historias de toma. Porque en el fulgor de las pasiones se revelan verdades, y la vida entrega nuevas luces de caminos que se habían ocultado traviesamente, pero que las circunstancias obligan a reobservar lo que ayer pasaba desapercibido; sumado a esto un clímax donde muestra la decadencia de lo sórdido que puede resultar el excesivo cálculo de las vicisitudes humanas, aquellas que no puedes tener siempre bajo control, como le ocurre en algún momento a Paredes.
Esta película, en consecuencia, muestra con elocuencia una realidad que se vivió en todo el país. Un testimonio fehaciente y riguroso de cómo la organización estudiantil vivió una evolución interna que hasta el día de hoy se ha luchado cada año por cuidar. Estamos claros que desde ese instante, los estudiantes siempre han tenido algo que decir y han marcado pauta para las políticas en materia de educación, aunque la máquina se siga pasando de la forma más sutil. Sin embargo, a mi juicio, La Isla de los Pingüinos se erige como un contenido obligatorio, incluso, para todo estudiante que se presuma con el sueño de cambiar su realidad.
Sin temor a la exageración, estimo recomendable incluso su proyección en los colegios, para analizarla y que las generaciones venideras conozcan cómo se construyó una organización que hoy por hoy tanbién les pertenece, y de cómo se lograron los cambios sociales que hoy pueden disfrutar y ejercer -el pase escolar 24/7, la gratuidad, entre otras-, aunque todavía no se haya derrotado del todo el sistema educativo con las lógicas del mercado, del management y la accountability; pero bien que puede servir para encender esa llama que, como dijera Salvador Allende, citado por Javi Frutas en la película (personaje de interesante evolución), dé cuenta de aquella contradicción biológica que resulta ser joven y no ser revolucionario.
¿Cómo no puede resultar este recuerdo, entonces, un hermoso recocijo?
Les dejo el tráiler.