Crónicas de un Chiko

Cuando te vayas

Si usted usualmente sigue mis publicaciones, se dará cuenta que rara vez me refiero a gustos musicales. De hecho he declarado que no soy demasiado melómano, no llego al nivel de definirme explícitamente con una banda, o una canción. Si vieras mi Spotify, los playlists que he creado, si bien tienen estrecha relación con mi historia, es un charquicán de estilos y artistas. ¿Qué más podía pedir? Mi papá en la radio siempre le dio por la Nueva Ola, los clásicos románticos, las rancheras y Tito Fernández (antes de enterarnos que era más caliente que tetera de campo); y por otro lado, el playlist de mamá incorporaba la radio Aurora, Oxígeno (ocupó el dial de la Concierto), FM Dos y Pudahuel. Cabe recordar, que mi papá putativo es Chayanne. Espero algún día ser reconocido, aunque no saqué ni un céntimo de su talento para bailar.

Como ven, de anglo, casi nada. Y a veces he sentido que ese sesgo me ha apartado socialmente de varias instancias. No era diferente en los tiempos donde estaba formando mi identidad, en esa transición de la pubertad a la adolescencia. Fue en un paseo de curso, fines del 2000, el último que tuve con mis compañeros del colegio Gabriela Mistral. Un amigo llamado José Miguel nos mostraba las canciones de una banda cuyo nombre me sonaba. Con Jeremy (el que me prestó el International), escuchamos una pieza que decía ¿Quién mató a Marilyn? La reproducía un personal stereo de marca Kioto. El caset, Grandes Éxitos. La banda, Los Prisioneros.

Lo popular era escuchar y sentirse malulo con los sonidos de Eminem o Limp Biskit, o bien, en mis primeros tiempos en el Alicante, la pauta la marcaba Blink 182, System of a Down y Linkin Park. Las tres últimas tienen preciados lugares en mi memoria, sobre todo la última, aunque por causas imputables más bien a mi historia reciente. Sin embargo, la estrella prisionera lucía en lo alto de mis melodías. ¡Y por la chucha, nadie me apañaba a eso! ¡Con cuea, cuando el profe de música nos enseñó a mí y mis amigos a tocar Paramar! Aunque convengamos que saberse Paramar en guitarra –o metalófono, en mi caso- califica como el equivalente al Lamento Boliviano o cualquier tema de Los Tres. Es como el starter pack del guitarrero adolescente.

El Dan, hoy colega reportero-docente-de-lenguaje, comenzó un rato a llevarme el amén en esto, aunque él prefería a Rufio. Habían pasado un poco más de dos años desde ese paseo con los del Gabriela y ya en ese tiempo no sabía nada de ellos. Sí, me había quedado ese legado, de escuchar a González, Tapia y Narea, en un cd pirateado que paradójicamente era “El caset pirata”, una recopilación de enérgicas presentaciones en vivo entre fines de los 80 e inicios de los 90.  Mi repertorio prisionero comenzó a ampliarse. Incluso, otro compañero, el Gori, me prestó Ni por la Razón, Ni por la Fuerza, que incluía bastantes temas, incluso algunos que no aparecían en los discos clásicos. Deliré con Mal de Parkinson, Zombie y el Extremista. ¿Qué chucha tenían Los Prisioneros con tanto fetiche vampiresco y terrorífico? Necesitaba compartir con alguien eso, y el Dan fue el primero en darse la paja de aprender algunos acordes. Ya podía cantar un rato con él otras canciones aparte de Paramar. Cabe destacar que el único CD (doble) original que he tenido hasta el día de hoy es Antología de Los Prisioneros.

Estábamos terminando octavo, y me gustaba una muchacha. Era muy bonita, del curso del lado. Tenía unos ojazos, de esos que iluminan el piso, como diría Coco Legrand. Yo me sentaba fuera de la sala, en el pasillo, a ver la vida pasar. Era un pailón del octavo D, quitado de bulla, con ortodoncias cuando no era moda sino factor de bullying (de un marciano culiao que felizmente le mandé un cornete en el hocico), y de muy, pero muy bajo perfil. Eso hasta que se volvió alguien que hoy sería calificado como niño rata. Pero paralelamente a eso, la misión era ver pasar a ella. Los ojitos. Hasta que un día no di más, y con toda la perso fui al primer piso. “Hola, me llamo Claudio, soy el Chiko del 8ºD y me gustas. Me gustaría conocerte”. Car’e palta. Las amigas que se encontraban con ella se reían entre curiosas y sorprendidas, y esta chica puso los ojos como platos. Sólo atinó a decir “gracias”.

¿Por qué era importante señalar que era un niño rata? Porque fue precisamente mi alter ego de internet quien se movió para hacer algún nexo que diera certezas acerca de alguna remota posibilidad. Un tipo que desde hace poco se hacía llamar “ChikoCL” se agenció el correo y el teléfono de susodicha. Muy a lo lejos había correos con un contacto que todavía estaba en la línea de los “saludos cordiales”.

En las vacaciones de verano, este rata soñaba con ella. Sueños románticos lo atormentaron, porque en el fondo sabía que era inalcanzable. Entonces, ahí Los Prisioneros hacían la pega con el disco Corazones. Andaba por Pinto, en la cordillera de Chillán. Una laguna del color de los ojos de ella, y en el fondo se escuchaba:

Niña voy a escapar

Me iré hasta quién sabe donde

Si existe algún lugar

Que no tenga el color de tus ojos

Es demasiado triste, es demasiado…

Los Prisioneros – Es demasiado triste

Me esforzaba por atormentarme, y no sé de donde carajo aprendí eso. Obviamente, ella nunca supo nada de todo este patético show, ni siquiera cuando logré hablarle por teléfono un par de veces, en tiempos donde tenías que llamar a la casa, que te atienda el papá y le tenías que preguntar por ella, con ese riesgo que ni siquiera se acuerde quién carajo eres.

A pesar de que hasta ahí, la historia huela al más triste patetismo, las tarjetas de Bellsouth gastadas en mensajes y el reto de mi papá por el alza en la cuenta del teléfono rindieron frutos en ámbitos insospechados. Me pasó una cosa. Esta muchacha me nombraba a mucha gente del colegio y sinceramente aborrecí no saber de nadie. Era la evidencia de sentirme un don Nadie, y la horrorosa proyección de vivir otro año más sentado en el pasillo mirando la vida pasar y asumir que este invierno tenía pinta de ser más frío todavía que el anterior, no sonaba bien. Al menos, así me lo señalaba Karla, a quien denominé “mami”, quien me hizo un intenso coaching para cambiar de switch.

Seguía sonando Box Car Racer con There is y eso ayudaba a aumentar la banalidad de la vida adolescente, en la búsqueda de identidad y sentido de pertenencia. Ya, al menos, tenía amigos y nadie me molestaba, ya que supe que el único amago de bullying que podía llevarme a mis peores pesadillas de infancia no continuaría en el colegio. Pero faltaba lo otro, el corazón demandaba inquietarse. Para ser aún más desastrosa la historia, cabe recordar la muy cuma gala que tuvimos al finalizar octavo, en la cual todos y todas -menos este escritor- “agarraron” con alguien. Esto no da para más.

El día anterior a entrar a primero medio, caminábamos por calle Ingeniero Pedro Gallo con los cabros, mis Bonobos, mis amigos del Alicante y de la vida. De ellos, el Jonathan era el ejemplo del mino ejemplar: fiel, romántico, hueón tela, se pasaba la casa, ojos de guarisapo pero más claros que los nuestros, gracioso y tocaba guitarra. Buen partido. En ese paseo planteé mi inquietud de la sequía amorosa, ¡de no haber dado un puto beso! En tanto él, pololeaba ya casi por dos años con quien sería el amor de su vida. Este sujeto junto con los demás cabros me señalaban el comodín del público: “Yo cacho que quien te podría dar consejos es la Ana”.

La Ana era la diosa del curso: era hermosa, tierna, cariñosa, madura (este ítem es muy importante a los catorce años de edad) e inteligente. ¡Las tenía todas! Y por lo mismo, le teníamos –sin bromear- una tremenda veneración, era como ultra-respetada por sus virtudes, y por lo mismo, fuente de inspiración y consejos de toda clase, porque creíamos fielmente en su sabiduría. Pero a mí me daba vergüenza presentarme con tan lamentable (anti) prontuario para que me diera consejos. No era fácil para mí hablar de eso y manosear las mismas palabras de amor. De pronto, Jonathan se iluminó:

-¿Sabís, Chiko? Lo que tenís que hacer es peinarte. Deberíai echarte gel en el pelo.

Yo miré a Jonathan desconcertado. Los cabros sabían que a mí me cargaban los accesorios y cualquier cosa que implicara un esfuerzo extra, y a decir verdad, no le había tomado el paso al tema de la imagen. Lo miré hasta cuando caché que su consejo iba en serio, porque en el momento que caminábamos en medio de la calle, él se detiene y me toma el hombro de forma súper paternalista, me mira con sus ojos de batracio y solemnemente me dice:

-Chiko, este va a ser tu año.

Y ese hueón, en ese momento creó un monstruo.

“¿Qué le hará el agua al pesca’o?” dije cuando me eché un poco de gel el primer día de clases. Y era un paso importante, porque era el consejo de mi amigo exitoso, nada podría fallar. Y agregué un par de detalles: Primero, la colonia. Me acicalé con una MS de Monix que me habían regalado en la navidad. Y el otro… una puesta en escena que mezclaba un menjunje entre Mauricio Pinilla, Mark González y Álvaro Ballero versión Protagonistas de la Fama (tengo que reconocer esa mierda de decisión). Este monstruo era una hueá rara entre galán y un tipo con de-ma-sia-do amor propio, aunque sensible. Y por cierto, seguía cantando Los Prisioneros, pero ahora a todo pulmón, gracias al Dan, que cada día se aprendía más temas, y nos poníamos a imitar la presentación de Jorge González en el Festival de Viña, donde por declaraciones emitidas a la prensa, le hicieron una campaña para pifiarlo en su presentación en el certamen. “Fuerte las pifias, queremos pifias” entró al escenario el compadre. Un crack.

Entonces había que tomar decisiones. La primera era sacar “perso” y como consecuencia me metí al taller de Teatro. La segunda, vencer el miedo a socializar y ahí estuve de anfitrión de mis compañeras nuevas, las cuales dieron noticia de que el mono que estaba pintando iba por buen camino. La estrategia de la colonia sirvió. El corazón comenzó a tener algo de actividad, vinieron nuevos fails y tenía que terminar cantando Paramar nuevamente. Por otro lado, los ojitos bonitos ya eran historia.

Un día, en estación Pajaritos del Metro, me dirigía hasta allá para tomar una micro. Entonces, en los carteles algo me llamó la atención: Nuevo concierto de Los Prisioneros, “Liberan Talento”, Estadio Nacional el 29 de marzo de 2003 y a módicos 2 mil quinientos pesos la entrada. Me detuve a mirarlo, porque sabía que era una oportunidad que en cualquier momento podía dejar de ser. Si bien, habían anunciado que se venía nuevo disco y todo, la historia decía que cualquier situación entre González, Narea y Tapia o los catapultaba a una genialidad o a un nuevo quiebre. Y el futuro le daría la razón a esa idea.

Hace unos meses había conseguido un videograbador VHS, donde cada cosa que me parecía interesante la grababa. Así me hice, por ejemplo, fanático de CQC y juré ir a mi gala de cuarto vestido como uno de ellos. Y obviamente, cada mención a Los Prisioneros se registraba, como cuando presentaron Ultraderecha en el De pé a pá. En el programa de Pedro Carcuro, salió Jorge González a tirarle mierda a quienes debía llegarle mierda –por ejemplo, a George W. Bush, en pleno inicio de la guerra de Irak-, y yo comenzaba a entender muchas de las cosas que planteaban sus letras. En una de esas entrevistas, el vocalista de Los Prisioneros era lúcido en una época donde muchas sombras todavía jugaban a favor de los privilegiados de siempre:

 “(La prensa) va con toda una agenda detrás para hacerle todo el camino a los que necesariamente van a ganar, porque obviamente con toda la fuerza que tiene la ultraderecha, el poder que tiene y la decisión que tiene para apoderarse de todo es imparable, no hay nada que los vaya a detener, y eso va a llevar a la destrucción del mundo (…) Nosotros vivimos con una ley que hizo Pinochet… ¡Cómo va a haber democracia!”.

Jorge González, en De pé a pá. Mayo de 2003.

Por consecuencia, el monstruo que armé se terminaba de configurar ideológicamente. Ya había elegido mi lado de la vereda, mientras comenzaba a documentarme de quién era Pinochet, qué fue la dictadura y toda esa horrorosa historia de la cual quedé rebalsado cuando estudié periodismo. Entendía que el discurso se aparejaba con la música y a eso debía ponerle un nombre. Sí, también creí que era único y especial: Un Reox, me puse un clip en la polera para simbolizarlo, y en mi ignorancia, me creía comunista.

Estos gestos, sumado a la moda de andar con una cadena en el pantalón, y las incipientes pugnas que comenzaba a tener con mi papá, porque ya no era el cabro sumiso que había llegado castigado a vivir con él, exacerbadas con una inicial negativa de mi parte de acompañarlo a una actividad familiar, lo terminaban por irritar. “¡Estás rebelde por escuchar a ese Jorge González!” se alcanzó a oír en una once, de quien tiene entre sus casetes el Pateando Piedras, el Corazones y el disco solista homónimo de susodicho, que obviamente usurpé en su minuto. La verdad, podía tener razón, pero los razonamientos eran ridículos. “¡Te estás volviendo punk!”. Papá, te aclaro que la cadena en el pantalón fue una moda, y su función era resguardar la billetera.

Nadie más fue Reox, y la verdad es que tampoco tenía ninguna posibilidad de asistir al coliseo ñuñoíno ese día del Joven Combatiente. No tenía en mi cabeza la idea siquiera de asistir a un concierto, muy consciente de mi condición de menor de edad. No tenía a nadie que me apañara, ni siquiera de los cabros, porque ahí comenzaba a llevarla el hardcore melódico. Cero posibilidad, y me resigné rápidamente: sólo quedaba seguir escuchando los casetes de mi viejo. El 29 de marzo de 2003, lo pasé en un carrete en la Villa Versalles. Un cumpleaños del que no me acuerdo absolutamente nada, totalmente ajeno de lo que se vivió en la cancha del Nacional.

Semanas después, TVN transmitió ese recital, que tuvo como acompañantes a unas orquestas juveniles. Obviamente, hice trabajar la videocasetera, y registré esa obra maestra. Aunque Jorge cantara como las pelotas, pero era él, tirando mierda a Bush, al reality show, a la contingencia. Pero cuando me fui al otro mundo, fue con esa canción “muy desconocida” que se llama Cuando te vayas. Es cierto, nunca la había escuchado, pero me pareció hermosa, toda vez que ya estaba cosechando mi segunda visita a la friendzone en menos de un mes. ¿Y después? ¡Estrechez de corazón, conchetumadre! Y que sinceramente, encuentro que es una de las interpretaciones más sublimes del tema. Tanto así, que cada vez que caminaba de la casa hasta Alberto Llona en la mañana para tomar la micro al colegio, la cantaba, porque calzaba justo en el tiempo desde que partía mi caminata y llegaba al paradero: precisos siete minutos (¿habían cachado lo larga que es la canción?).

Confieso que es al único concierto en la vida que me habría gustado asistir y reconozco mi arrepentimiento de no haber hecho el esfuerzo. Incluso, lo lamento más que no haber asistido al de reencuentro de 2001, aunque ahí sí que era re pendejo. Pero en los tiempos donde no existía Youtube, haber hecho el rescate de esas canciones del 29 de marzo, era el consuelo. Por supuesto que hice las maromas para pasar esa grabación a caset de audio, y sonaba una y otra vez en el minicomponente que bien reemplazaba a mi computador que no tenía sonido. Ese Estrechez de Corazón y Cuando te vayas me estremecían, y los volvía a escuchar reiteradas veces. El caset más carreteado de mi adolescencia con las dos interpretaciones de Los Prisioneros que más adoro.

Hay otras tres en la lista: ¿Por qué no se van? Del concierto de 2001, me encanta cómo está armado el inicio y el interludio; y por puesta en escena, me quedo también con Quieren Dinero de la Teletón 2002 y Sexo del Festival de Viña 2003: “El curita con el sermón…”. Todas aquellas son señal de reverencia, a la única banda que le rindo esa pleitesía.

Cuando suenan, hago un silencio solemne. Y si puedo, las canto a todo pulmón.

Eso pude haber hecho un 29 de marzo de 2003… pero bueno. Era chico, y la historia se escribió de otra manera. Sin embargo, no quitó esa huella indeleble de dos temas que aún no dedico. Para que veas lo importante que podría ser si lo hago contigo.

Palabra de Reox.

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