Palabras del alma

Chester

Para ser franco, hasta hace pocos días no sabía nada de ti.
Con suerte, que eras uno de esos sujetos que cantaban.
Nunca les tuve mucho cariño, la verdad.
Es más, siempre los odié.
Pensaba (o sigo pensando) que muchos músicos de medio pelo sólo son unos soberbios.
Que no transforman, que roban emociones, rostros y expresiones.
Que pareciera que llevar a instrumentos y que hables cantado aquello que yo mismo sentía significaba un vil robo. Se roban mi pasión, mi pena o mi alegría.
Un descaro, pues a mi no me creen y a ti sí.
Pero bien, hombre con nombre de snack.
Hace unas semanas, tangencialmente me enteraba de tu viaje a otra dimensión.
La verdad, no le tomé mucha importancia…
de hecho ahí recién me enteré que eras la voz que se desgarraba en esas canciones que adornaban mi adolescencia. Tardes de skate, Tony Hawk y Jackass. Eras Chester.
Un mensaje de Whatsapp de mis amigos.
Sucintas condolencias. Casi ajenas, anecdóticas, ornamentales.
La depresión. «Otro artista que elige el mismo destino», pensé.
Muy frío, en una mesa donde probablemente nunca más comulgue.
Te ibas, aunque aparecías en la tele, en internet, en los timelines.
¿Una luz menos o una luz más?
No logré en ese instante memorizar siquiera tu apellido. Sólo supe que te llamabas Chester.

No pasaron muchos días hasta cuando, y quizás casualmente, me comenzaste a hacer compañía.
Secretamente. Disimulado. Como un espectro no invitado, pero que aún así merece compartirle el té de mi mesa y, por lo menos, darle mis gratitudes por poner un track a algunas escenas de mi tan corriente trayectoria.
Más que mal, a casi tres décadas no hay mucho que rescatar.
Muy común, sin laureles. ¿O tal vez, sí? No sé si extraordinario. Al menos no como Chester.
Tu viaje no pasó desapercibido como sí sería probablemente el mío.

En Nos, Vitacura y Naltahua me acompañaste.
A repudiar lo que fui, lo obrado. Porque tú entiendes de antemano, que muchos creíamos ser nobles y finalmente aprendemos y obramos tan miserablemente como todo el resto.
Y a su vez, el resto, al hacerte uno de los suyos, convierte estas transacciones en su negocio de la mezquindad, el dolor, el egoísmo y la intransigencia. Qué buen invento eso de la bondad.
Enfrentar a mi mismo y olvidar, lavar, lo que he hecho. Cuarenta veces una tarde al borde del río, con ese piso agrietado y brillante. Deseando fundirme con el mineral.
Chester, te convertías en amigo mío.

Porque la vida -o más bien, las personas- siempre tienen preparado algo más. Aquello que quizás te movió a conseguir los boletos a la realidad alterna y transformar la energía de tus canciones en tierra y nueva vida.
Una luz más, creo que comienza a brillar en mi. Cada vez que la madrugada me toma de rehén. Son tus melodías que comienzan a hacerme sentido, a cobijarme, a intoxicarme con su cariño mortal. Porque también busco motivos y razones para tan sólo entender por qué la lealtad parece un eufemismo que se pierde en el tiempo o en las miradas perdidas, o en mensajes de celulares. Como el amor, pareciera que todos lo deseamos, pero no sabemos cómo merecerlo ni cuidarlo.

Chester, gracias por acompañarme hoy. Por ayudarme a entender que hay personas que sí logran interpretar aquello que se pierde en la periferia del locus que nos presta el universo, y visibilizar el poder escondido de cada cual, ese que se cifra en idiomas muchas veces ininteligibles. De aquello que los que me rodean califican tan sólo como una «pena de amor», sin lograr entender que hay cosas más allá de eso. No lo comprenden, no los culpo. Piedad para ellos.
Comienzo a entender por qué marcaste tu pasaje en el viaje sin retorno. Porque sencillamente no pudiste soportar lo que hoy también me aqueja. Si conversara contigo, te diría que no lo comprendo. Que probablemente haya una canción o melodía que lo represente, como aquella que por varios días me vaticinaba el final. Lo esperaba, como cuando en Camino a Lonquén el umbral de los 130 kilómetros por hora era superado en medio de la neblina de ojos acuosos, con la esperanza de llegar a la velocidad de la luz. El estrépito no lo escucharía, sería todo tan rápido que ni pensarlo alcanzaría.

Pero hoy tengo los pies en la arena. Miro un mar infinito con la misma curiosidad de hace 29 años. Estoy cansado, exhasusto, ojeroso. He dormido pocas horas hace días, masticando una soledad cartilaginosa y desagradable, y sin saber por qué existe.
Me han hecho saber que la culpa es mía. Desearía estar entumido, pulverizarme y hacerme parte de la naturaleza, como tú, pues como humano tal parece que no sumo. Los humanos, en verdad, no se suman, ni al mundo y entre ellos. Eso siempre lo supiste. No sumé ayer, ni hoy ni nada me garantiza que mañana. Sí, porque esperar es angustiante, pero por desgracia nos enseñan a hacerlo. Y es ahora, cuando me resulta mejor contradecirme y pensar que es mejor vivir en la ignorancia.

Correr lejos y decir adiós es una tentación latente. Sobre todo si ha sido consignada la prescindencia. ¿Desde cuándo puede aceptarse la idea que amar implica entender al otro como prescindible? ¿No lo crees? Estoy cansado, amigo. Ojalá algún día conversemos. Es primera vez que quiero conocer a un artista. Explícame cómo pudiste expresar lo que yo no puedo y dar a entender esta desazón con todo, tal como lo hiciste tú y por lo que eres recordado. Esa trascendencia que hablas cuando se deja todo el resto y te olvidas de lo malo de quien ya no está.

Gracias por tu compañía, Chester. Nos estaremos viendo.

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