Odas a la Pertinencia

Corrientes al 3800

Palpaba entre mis dedos y mis talones ese quéseshó de las cashecitas de Buenos Aires. Era un viento extraño el que de un momento para otro, en vez de estar planeando un fin de semana largo en mis tierras, me tenía mirando un cielo que amenazaba con regar la urbe con las gotas ácidas que desafían la polución allende Los Andes. Avenida Corrientes, una vez más estamos frente a frente. O yo sobre ti, y otro quéseshó más.

La mirada se desviaba en medio de los borriscos que pasaban acelerados por la avenida. Decía en algún minuto que no necesariamente las almas buscan la salida a sus peripecias. Hoy tampoco era el caso. Al menos eso se intuía cuando cruzaba frente a la estación de Subte Ángel Gallardo. Nubes se seguían acumulando en el firmamento, que privaban a la luna de hacer el trabajo de timonel del destino.

Tal vez, la búsqueda en un minuto se centraba en un trozo de pizza con mozzarella. Paso a paso, el apetito comenzaba a difuminarse con la levitación. Los tonos de un bolero abrían el tránsito en la acera y una presencia me tocaba el hombro queriendo apelar a la nostalgia. Pero no era un rostro conocido. Más bien, todo se me volvió difuso, misterioso. No podía distinguir los trazos del mono que corre en la luz del semáforo y mi andar parecía vigilado por la atrevida ánima.

Retazos de aquí y allá. ¿Sabes qué tienen en común las huellas puestas en los adoquines que tienen tu firma en esta ciudad? Es que todas aquellas tienden a la melancolía, de recorridos idos, de actas perdidas en la ignición de la nostalgia. Una y otra vez, se te escapa el enano y corre raudo por esas anchas avenidas, y se esconde en la estrechez de sus pasajes, la luz de los faroles y el traqueteo de los vagones subterráneos.

Me ha pesado en su minuto pensar en la distancia que hace más de una década tenía de los ángeles, las últimas sonrisas de una larga historia que llegaba a su final, con una sensación térmica de casi cincuenta grados. O esas tardes de mayo, rememorando ese brindis con fernet que nunca se llevó a cabo, al mismo tiempo que arrojaba al basurero las esperanzas mutiladas de una mente enferma, porque ya no tenía caso. Solo me preguntaba ¿y ahora qué?, mientras me tomaba una Guaraná Antárctica en Puerto Madero, porque me esperaban unos panchos de regreso y, posteriormente, cuando ya había pasado un tsunami bajo el puente, del ancho del mismísimo Río de la Plata, ahí estaba otra vez, tomando el 59 desde Martínez hasta Constitución, cual héroe griego buscando su don final, aunque las causas de estar sentado en ese bondi verde y mostaza eran más de un antihéroe, que no se traía nada épico sobre sus espaldas. Más bien… cicatrices.

Pues, la noche me contaba esta vez que todas las historias tenían su aporte. Se construía una presencia sobre la base de recuerdos, risas, lágrimas, complicidades y otras cosas. Un ser, quizás.

«Qué bien se está solito, que bien se vive así»…

Seguía caminando hacia el oriente. Bajando por Corrientes llega la noticia del curioso. Este animal siempre busca algo. Inquieto, ansioso. Cuánto odio ser tan ansioso. Ansioso por ver, ansioso por saber, ansioso por conocer, ansioso por querer. Y más de alguna vez esta curiosidad y ansiedad precisamente ha matado al gato. Sí, es el cliché. De repente es mejor no saber. ¿Te diste cuenta que también aprendiste a callar? Es que la verdad no es para todos. No para los insectos al menos.

Agradecía la brisa llegando a Medrano. Había perdido la cuenta de cuántas cuadras había caminado ya. Al reloj le bastaban menos de dos vueltas para anunciar la medianoche. ¿Te habías fijado que en Argentina le llaman galletitas a las galletas? Y ocupan el diminutivo muchas veces: Chacarita, Cerrito, Cepita, Cebollitas (¡subcampeón!), Caballito… y mi cabeza decía… «puta la hueá tierna». Es que claro, me enternezco con esas cosas, y movía la cabeza de un lado a otro, en una actitud de reprimenda. «Qué estupidez…», ya quisiera ser tan frío como para no saber qué es la melancolía, ni tampoco quedarme pensando en galletitas. Sin embargo, me hicieron con ardor, el rezo del bufón de la pira que hace presencia mil veces, como las tantas que Gardel perdería la vida por una cabeza.

Llegué a un recinto que se llamaba «El Símbolo». Tenía aspecto de bar antiguo, con luces muy tenues, aunque tenían puesto de fondo rock argentino. Los televisores, era que no, daban las últimas informaciones futboleras: «La Navidad Maradoniana: Diego está de cumpleaños». ¡Dios mío! (o más bien, D10s de ellos…). Me ubiqué en una mesa mirando hacia la calle. En ese instante no éramos más de cuatro los comensales.

Se acerca la mesera. Vestía una polera negra y un delantal. Era de un pelo negro ondulado y tomado con un moño no tan bien parado. Tenía unos ojos oscuros y punzantes. Confieso que fue un poco intimidante cuando me fue a tomar la orden, porque era de mirada intensa, dialéctica. De aquellas que no te permiten el titubeo, o es blanco o es negro. Cara o cruz. Vida o muerte. Aunque sentí que fue más larga de lo que debía ser. Pedí una milanesa con guarnición y una bebida. Si bien había llegado a un bar y tal vez una cerveza habría sido una buena idea, lo que apremiaba era el hambre. Todavía no me acostumbraba a los horarios de las comidas de los trasandinos. Entonces, las ganas de comer llegaban en instantes inoportunos.

Entre que esperaba mi orden y escuchaba música, observé que la camarera se acercaba a otra mesa, donde había un tipo medio pelado, aunque no viejo. También merendaba algo, y la imagen se me hacía con el telón de las puertas de madera, y los letreros vintage que adornaban el local. Afuera, al frente, el local de las galletitas y unas pinturas. Los autos pasar. Mi vida, igual.

«No me toquen ese vals porque me mata…»

Las miradas de la mesera adquirían un ardor grotesco con el otro comensal. Seguían conversando, algo se buscaban. Las otras dos personas bebían tranquilas unas cervezas. Yo miraba la mesa vacía y me perdía en las débiles luces del local. Comencé a sentirme apartado, aunque de pronto, me encontré nadando en un manto de mesticia extraño, porque era muy contradictorio. Era como un dulce envenenamiento, un sopor cándido. En el instante en que el interlocutor de la mesera se pone de pie y le dice algo en tono imperativo con un ademán de los dedos, apuntándola. Yo pensé que decía algo así como «cuidadito, cuidadito, boluda«. En tanto ella, lo miraba intensificando el fulgor de sus pupilas, y con gestos sutiles reverenciaba una disfrazada obediencia con cara de veleidad.

«Dale un beso antes de dormir, una excusa para vivir…»

Que el mundo fue y será una porquería… es una lección que cuesta sembrar en la cabeza de los optimistas. El muchacho se fue, y ella tomó su celular. Sonreía, con esa expresión inequívoca de quien trama, al mismo tiempo que iba a buscar mi orden. No pude evitar reír conmigo mismo, pensar en la ceguera que de pronto podemos tener. La fragilidad de los pactos… pensaba en Rosseau, en lo contractualista que era cuando me hacía llamar Chikocl. Que estúpido era al creer que todos tenían la capacidad de ser probos frente a los contratos. La conveniencia propia, la ley del más fuerte. Finalmente, aunque hablamos de evolución, el instinto de supervivencia sigue latente, y los subterfugios yacían en las manos de quien llevaba mi ración que me quitaría lo apetente.

Seguía ella con su sonrisa, y la miré con una expresión cómplice. Quizás en otro momento, la habría cuestionado. Pero ya no estoy para esas andanzas. Mientras el 71 me siga dejando en Sarmiento, yo ya no voy a mirar las cicatrices de la máquina. Nadie ya puede arrogarse la pureza, ni lo inmaculado. Por eso, cada persona aporta con lo suyo. Un poquito de aquí, un poquito de allá. A veces la misma herida superada brilla con la hermosura de la flor que vuelve a abrir para volver a confiar en la caricia del sol quemante. Y por cierto, a palos me convencí que nade está ajeno a esos juegos de las sombras y el silencio pactado.

«Buen provecho». Ella se fue y me demoré en probar bocado. Seguía mirando a mi alrededor. Y de pronto, invisible, la presencia comenzó a hacerse fuerte y se vino a sentar en frente de mi. «Buenas noches». ¿Qué tendrían de buenas? En realidad está todo normal. ¿Qué es lo normal entonces? Pues una cosa está clara. Lo normal de hoy no es lo normal de la última vez que estuve por acá, ni hace dos, cuatro y doce años atrás. En mis oídos golpeaba el tonar del vals, la danza de la presencia que nadie veía, pero que me emborrachaba con su existencia. ¿A qué has venido?

A recordarte que vives, a recordarte que existes y (peor aún) a recordarte que sigues anhelando. Maldita sea. Traté de apartarle girando mi razonamiento a algo más racional. O más rudimentario incluso. No había sido el hambre, entonces, lo que me llevó hasta ahí. Porque de pronto, mirando hacia la calle, las micros pasar, la camarera pululando mesa en mesa, y los recuerdos fragmentados comenzaron a formar un sistema de compañía. ¡Pero mira esa complejidad! Un cuerpo etéreo, intocable, portentoso. Me acompañaba ahí, en un eterno mutis. Estás vivo, estás vivo. Y lo que buscabas era eso mismo. Saberte vivo.

Me sentía vivo. Aunque me tocaran ese vals que me mata, «ella me lo cantaba, como ella y nadie más». Es que ella ya no fue solo una. Se fabricó en mi imaginación, con cada pieza del lego que la vida me fue dando. En un instante, quise agradecer estar en ese lugar justo en ese momento. Me di cuenta que lo que buscaba era precisamente ese instante, de saberme vivo, de haberme reconstruido frente a la ajena ambición. De tener un corazón que late, y que palpita a mi nombre, con la justicia que merece pertenecerse.

Pero costó tanto, tanto. Porque estando vivo pude saborear la dulzura de la carcajada, el ardor de la rabia, el rasguño en el alma de la pena, y la caricia mental del asombro. Qué maravilloso es asombrarse al fin y al cabo, y entender que no solo fui obrero de un alma nueva, sino que también me permití volver a soñar. Estaba solo y acompañado a la vez, queriendo, quizás, sintiendo un amor que duraría el espacio y tiempo que guardaba relación con el consumo de una milanesa con fritas y una gaseosa a medias.

Qué quieres que te diga, pues. Acá me tienes, y podría serte ahora mismo tuyo y nada más que tuyo. Pero es que hoy los pronombres posesivos no son parte de la lección. Mi ego no busca precisamente tu caricia. ¿Sabías que no todas las personas saben que la caricia que más rápido me vuela del mundo es demasiado sencilla? ¿Qué vienes a buscar entonces? Pues puede que tenga la descortesía de anunciar que esta vez los anhelos me los llevo en mi bolsillo, que pese a que el romanticismo inste a sentir y nada más que sentir, cual dogma, las lágrimas que se vierten en un escote gélido enseñan a darle más trabajo a las neuronas que al músculo del pecho. Pero está, sí, ahí vive. ¿Es que sabes lo que pasa, comadre? Tomé todas y cada una de las hojas, las corté en diecisiete o novecientos nueve o veintipico pedacitos y comencé a armar, tal vez un rompecabezas. No es que no puedan con el desorden de uno. Pero no quiero perder el tiempo con voluntades que precisamente lo quieren todo, pero no pueden pronunciar un ‘no quiero’. ¿Cuántos bondis me tuve que tomar y cuántas cuadras caminar para querer yacer en el rosedal y no en el cementerio, honrando pavadas ajenas?… No, ya no. Es que tengo demasiado presente antes de pretender perder la cabeza y dar mi pellejo nuevamente y morir en los pechos de alguna licitante. Y me conozco, sé que volverá a ser así. No sé cuando, no sé dónde, ni cómo, ni otros ‘queseshós’ que todavía tengo que descubrir.

…mil y un veces, la vida. Me la llevan. ¿Y tú acaso pretendes lo mismo? Ya veo que merezco otro tipo de propuestas, que cambie el repertorio. Por mientras, me hago cargo de mi estatización. Merezco vivirme. No vivir a cuesta de las demás.

Ese bar tenue. Perdí la cabeza, aunque mi cuerpo estaba en completa calma.

Una vez más la ciudad de la furia me brindaba un cálido abrazo. En medio del viento que levanta las moralidades y los panfletos, dabas la noticia de la respiración. De poder reírte de lo pilla que es la gente, y sentirte un poco ajeno a tanta fechoría, aunque no descartes unirte si es necesario. ¿Quién, al fin y al cabo, es capaz de medir la nobleza?

Amé el momento. Ese momento.

Me fabriqué un sueño y me lancé a vivirlo. Era en Corrientes al 3800, cerca de la medianoche. Y yo maldecía estar sin mi libreta justo en ese instante sublime, cuando dejé atrás al espectro.

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