Juguito de pelota
Era de noche en El Salvador, campamento minero en Atacama. Salías a la calle y persistía ese olor a tierra que tiene el aire desértico, que se mezcla entre el sudor evaporado y los estertores de una mina que poco a poco se apagaba. Eso se sabía en ese pueblo a mil cien kilómetros al norte de Santiago. Pero esta noche nada es preocupación. No me acordaba de Silvia, la niñita con la que tuve un fugaz affaire la tarde anterior y con quien me fui, a solas, a comprar románticamente un Kapo y unas papas fritas. Para ella y para mí. Solos los dos.
Quería hablar con mi mamá, en El Salvador eran escasos los teléfonos. Nos habían dejado solos a mis primos, a mí y a un amigo de ellos en una pieza, que estaba groseramente abarrotada de juguetes. Pero yo extrañaba a mi mamá, porque andaban todos pendientes de un partido de Chile. Estaba jugando contra Perú, en Lima y nos estaban ganando 2 a 0. Ni Zamorano, ni el Heidi, ni Rózental pudieron cambiar esa historia. Por lo tanto, si en algún instante pensé en ver el match, prefería volver a la pieza del tal Andy. Pero no el de Woody. Ese tipo se llamaba Andy, o le decían Andy, porque también escuché que le llamaban Leandro. Entonces, nunca supe si el cabro se llamaba Andy o Leandro.
La pieza del tal Andy (puedes leerlo como Jessie) tenía un teléfono y aproveché el pánico para hacer una llamada a Santiago. Algo de comprensión global había ejercitado, como para tomar una guía telefónica y llamar a un número donde me atendió una operadora. En ese tiempo eran chilenas. Me preguntó qué quería y respondí rápidamente “necesito hacer una llamada con código revertido a Santiago” (sic). Sentí un silencio y recién caí en mi error. “Cobro, perdón”, corregí, temiendo que la interlocutora no me tomara en serio por mi voz de pendejo. Consciente de mis ocho años de edad, me traté de poner muy serio para dictar el número de mi casa. “Aló mamá…”
Chile finalmente perdió 2 a 1, y dos semanas después mi madre llegaba en un Pullman Bus a El Salvador. Supo de mi nueva afición por los breslerines, visitamos la cordillera a pocos kilómetros del Ojos del Salado, nos apunamos en Maricunga y acampamos unos días en la reserva de Pan de Azúcar. Si no me equivoco, debe ser la última vez que ella acampó en toda su vida. Y claro, no podía faltar la anécdota: fuimos en lote en un auto, y en plena arena la llave del vehículo se perdió. Nuestras cosas estaban en el maletero y no lo podíamos abrir. Ahí estuve figurando, entrando a la mala a ese habitáculo por el lado de los asientos. No tuve éxito en la misión.
Con mi vieja volveríamos a Santiago, a la rutina, al día a día. Y la tía Concha una vez más se quedaba en nuestra casa. Era un año para jugar Súper, conociendo el Donkey Kong 2 y 3, y además, mi amigo Jeremy me “había prestado” el International Superstar Soccer Deluxe. Juego que, al parecer, nunca le tuvo mucho aprecio, porque jamás me lo pidió de vuelta, y hasta el día de hoy lo conservo –y de hecho es el único que tengo-, sin considerar lo valioso que con los años se volvería.
Un día, cuando tenía un fin de semana con mi papá, visitamos, como era costumbre, el Líder de Pajaritos para comprar algunas cosas. Había en ese local una tabaquería, donde usualmente me quedaba mirando los titulares de diarios y revistas. A veces, tenía éxito y lograba que mi papá me comprara una. Era el win de la época, y ese día lo conseguí. Era una revista especial de Don Balón, la Todofútbol 97. De regreso a la casa, y mientras hojeaba la revista, de pronto se puso a llover después de meses de una intensa sequía en Chile, que incluso ocasionó que cortaran la luz a ciertas horas. Fines de marzo y el cielo se caía, con una tormenta eléctrica digna de una rabieta de Thor. Me asusté mucho, terminé durmiendo en la cama de mi papá.
Sería la antesala de un invierno casi bajo el agua. El fenómeno del Niño golpeó con fuerza al país, lo que obligaba muchas veces a quedarse en casa y faltar al colegio. No tenía ninguna intención de matricularme con alguna bronconeumonía, toda vez que mis viejos ya pretendían tomar certeras acciones contra mi abundante listado de afecciones respiratorias. Si cuando chico fue el asma, ahora el enemigo tomaba forma y se llamaba “adenoide”. “Tejido de la faringe alta situado en la parte posterior de la nariz que cuando se hipertrofia produce vegetaciones”, y por más que lo explicaran, no cachaba nunca qué carajo era.
Por lo mismo, las penitas se podían pasar con pelota. La Todofútbol traía nada más y nada menos que un completo almanaque de resultados y datos, estadísticas de los equipos y sus planteles, de la primera A y la primera B. ¡Todos! No podía creer que todos esos datos que decían los comentaristas estuvieran tan a mi alcance. Sobre todo, cuando todavía existía ese placer de poder ver partidos de primera división en la tele abierta. En la casa tuvimos cable un año, pero en el 97 también comenzaba a entender qué eran las deudas y renunciar a lujitos, como el hecho de poder estar abonados al Metrópolis. En tanto, mi papá tenía VTR Cablexpress, y podía aprovechar de ver algunos matches. Sin embargo, el plato fuerte era el que daban en la noche en TVN, con los relatos de Juan Ramón Cid. “Va Colo Colo, va Colo Colo…”. Y siempre, con la Todofútbol al lado y un cuadernito de apuntes futboleros.
Así, de pronto, un día me vi en la pieza viendo un partido extraño. Chile ponía un gol tras otro y eran todos de Zamorano. Cuando Dudamel ya se comía el quinto, esta vez de don Pedro Reyes, pensé que era muy llamativo. Pero cuando Bam Bam firmó el sexto contra Venezuela, quedé loco. En ese momento recién caché que existía algo llamado “eliminatorias” y que se jugaban para ir al mundial de Francia, el año siguiente. Claro, el marcador 6-0 era vital para llegar a la cita, porque la Roja estaba peleando la última posición para clasificar con el Perú. A la postre, ese 6-0 cobraría mucha relevancia.
Cuando entendí aquello, y en vísperas de la Copa América que se jugaría en Bolivia, yo me calzaba mi primera camiseta roja. El contexto fue accidentado. Todo fue culpa de mi papá, porque cometió una de sus alharacas más notables. En un dictado me saqué un 4,6 y el mundo se le vino abajo. Fui parar donde una psicóloga que me hizo pruebas lógico-matemáticas que sorteé sin dificultades. Su expresión fue “por qué te trajeron aquí”, y me regaló una malla con bolitas que cambiaban de color. Como consecuencia, recomendó un sistema de incentivos bastante conductista: lógica de fichas de premio y castigo, verdes para la primera, rojas para la segunda. Las amarillas eran de advertencia, cuales tarjetas en un partido.
Lo de las fichas fue un ofertón, nunca me fue mal en el colegio ni tuve mala conducta. Era del grupo de ñoños, ni a mí me preocupó tanto el 4,6 del dictado, que mi papá juró hasta el cansancio que era en matemáticas. El sistema era muy vulnerable, yo podía chamullar fácilmente mis notas, aunque no lo hacía porque había un duende que vigilaba todos mis pasos, una historia digna de contar en otra ocasión. Pese a eso, mi saldo de fichas verdes siempre me significaba premios de forma permanente. En ese instante, resultó que se venía mi cumpleaños, y como suele pasar en un cabro con familia doble, me comprometí con mi papá a repartir las invitaciones, porque cada casa tendría su ágape. Iba a ser un miércoles, y tuve la ocurrencia de aceptar una invitación de Jeremy a su casa sin avisarle a nadie. Cuando se hacía de noche, de pronto me enteré que me andaban buscando por todos lados, porque no llegué a la casa en el furgón. Mi papá estaba furioso por haber olvidado el compromiso, y mi mamá hizo su parte, porque no tenía cómo ir a buscarme. La situación la salvó mi padrino, quien se dio la molestia de trasladar a mi vieja a Lo Prado y rescatarme de la casa de mi amigo.
Resultado: castigado total. Nunca más fui a la casa de Jeremy por temor a que me pasara lo mismo otra vez. Y mi papá me puso dos fichas rojas directas. ¡Y las rojas descontaban verdes! ¡Tres cada una! Obviamente, como no repartí las invitaciones, cagó el cumpleaños.
No obstante lo ocurrido, ese 7 de junio cuando anotaba mi noveno otoño, me pude calzar la Roja de todas maneras. Ese modelo con la marca Reebok gigante, y dos fichas verdes por ser “un hijo ejemplar, aunque no siempre”. ¡Pégate con una piedra en el pecho por el hijo que tienes, Garrido! Mis primos paternos me acompañaron en ese almuerzo. Y yo feliz, al fin lucía como Zamorano. Estrené esa Roja al día siguiente, cuando la selección empató a 1 con Ecuador en Quito.
Vinieron más partidos de la Roja. Como me impregné de la onda futbolera, me compré el álbum de rigor. “Chile rumbo al mundial” de Salo, pero con temática de Copa América. Mientras las lluvias dejaban cagada y media en la zona central del país, yo me refugiaba en casa a ver las transmisiones de Megavisión, con Juan Manuel Ramírez: ¡Gooooal, gooooal, gooooal!
Cuento corto: A Chile le fue como las pelotas. Perdió todos los partidos. La moral se vino al suelo y el Pelao Acosta debía comparecer frente al país que veía una pequeña esperanza de salir de ese oscuro “es lo que hay”. Tuvieron que pasar 18 años para que la historia cambiara, pero en ese instante lo más brillante que teníamos era la dupla Za-Sa, que se estrenó con esa denominación el partido eliminatorio posterior al papelón. Salas le puso 3 a Colombia en un 4-1 jugado en el Estadio Nacional. Me hice la idea de poder ver por primera vez en mi vida a Chile en el Mundial.
R, arriba, abajo, L, X, B, izquierda, derecha, B y A. El código permitía sacar a los equipos especiales del International. En ese juego no aparece Chile, pero el que representaba a los mejores de Sudamérica, curiosamente tenía un uniforme como el equipo nacional. Incluso, con la “V” blanca que se formaba con el casi-logo de Reebok (que tuvieron que reformar justo en ese tiempo). Las primeras transmisiones de Radio Marambio (radio ficticia que tuve durante algunos años) tuvieron como componente fundamental el deporte. Siempre apañado con mi Todofutbol y los apuntes. Verdaderos campeonatos con equipos sacados de la revista se vivieron en mi tele Kioto y transmitidas en vivo por la emisora cuyo único equipamiento era mi Súper Nintendo y una My First Sony que sobrevivió a años tirada en el patio.
Mi interés era saberlo todo. Porque en el fútbol chileno también se cocían habas. Recuerdo perfectamente que en la misma fecha, vi el partido entre La Serena y Colo Colo, y los albos fueron goleados 4 a 1. Al día siguiente, la Cato fue apabullada por el Audax 4 a 0, y sobre la misma, la U pasó una máquina sobre Temuco: 8 a 3. ¡Me faltaban muchos datos! Esperaba cada domingo el noticiario para anotar en mis apuntes los números de las camisetas y los resultados de las fechas, pero me faltaban los marcadores de la primera rueda. Entonces, recurrí a mi tío Fernando, con quien comentaba algunas observaciones peloteras. Me puse a llenar los goles de las fechas faltantes y mi tío me iba dictando los resultados. Claro, que con mi inocencia le compré todo. Los resultados dictados no coincidían con la realidad. ¿Recuerdan también que justamente en ese tiempo, Católica con Colo Colo jugaron con juveniles el clásico por una huelga de los futbolistas?
Paralelamente, en medio de mi entusiasmo por seguir con Radio Marambio y sus transmisiones, se avecinaba una fecha no deseada. El enemigo llamado “adenoide” se convertía en una piedra de tope para mi salud y las voces expertas hablaron de extirparlo. Se fijó la cirugía para el 12 de noviembre. Pero ¡ay! ¿Qué no es acaso cerca del partido de Chile con Bolivia? ¡El último de las eliminatorias! Esto implicaba dos cosas… iba a tener que interrumpir mi nuevo proyecto y… ¡quién sabe si estaría recuperado para ver el partido en perfectas condiciones! La situación estaba más favorable para la selección: si ganaba, estábamos al otro lado, porque las goleadas que hizo Chile hicieron que tuviera mejor diferencia de goles que el plantel del Rímac, más aún después del baile que les dio Marcelo Salas en octubre del 97, con ese 4 a 1 en Ñuñoa. El karma nos cayó 20 años más tarde.
El doctor Aracena me entregó una droga. Me dijo que me la tomara en la mañana, antes de ir a la cirugía. “Te va a cambiar la voz” me decían, y temprano me dirigí a la clínica Las Lilas. Para mí, una operación era una imagen espeluznante. Tenía en mi cabecita la foto de un tipo usando bisturí, cortando la piel, sangre salpicando y el dolor que todo eso debe causar. Ni saber que se usaría anestesia total me aliviaba. Hace pocos días, un examen donde me metieron un tubo con una luz por mi nariz me resultó brutalmente doloroso, esto no tendría que ser distinto. Antes de la hora pactada, el pabellón estaba listo, y una enfermera autoritariamente tomó mi camilla. Me encomendé a cuanto santo recordé en ese instante, y cuando supe que era inevitable lo que ocurriría, comencé un escándalo de dantescas proporciones. Incluso, odié a mis papás por no evitar lo que tendría lugar, y la enfermera ponía una cara de evidente incomodidad. El equipo médico trataba de calmarme mientras gritaba como verraco, me empezaron a preguntar cosas incoherentes en el instante que me calzaban la mascarilla. No sé cuántas preguntas me hicieron, pero boca arriba mi ser abandonó este mundo por un rato.
Volví a Santiago de Chile. Mi garganta ardía con frenesí. Mi cuerpo estaba agotadísimo, y sentí que me llevaban a mi cuarto. Vi a mi mamá que me saludaba con una sonrisa, y yo con mi mirada la desprecié. Me habían prometido que no sería tan doloroso en el instante que sentía una hoguera en mi faringe. Quería llorar, porque además del dolor que tenía, sentía que me habían engañado, y creo que eso me dolía más. Pero el llanto sería peor. Más me iba a doler. En ese instante, me informaron que la operación tuvo un extra no considerado… no sólo habían eliminado el adenoide, sino que el pack incluyó mis amígdalas, porque impedían la correcta ejecución de la cirugía. Y me lo contaron así como si me dijeran “son cosas del fútbol”. Mucho para mí. Aunque era más importante el dolor.
De pronto, en la hora del noticiario de la tarde, mi tío Fernando junto a mi tía María Elena llegaron a visitarme. Con mucho tino, y mientras las imágenes de la tele mostraban la concentración de la Roja en Pinto Durán, la Don Balón llegó oportuna para hacerme olvidar del dolor. La portada tenía a Marcelo Salas festejando un gol, con la Torre Eiffel detrás. “París nos espera”. Se venía el día crucial.
Cuatro días después de la cirugía, me había puesto la Roja que recibí en mi cumpleaños. Me junté con la familia de mi tía Antonieta, cosas de los turnos de los fines de semana. En la casa había un nuevo integrante, un perrito, que tenía como nombre “Asesino”. ¡Si era sólo un cachorrito! Finalmente quedó para siempre como “Niño”. El partido estaba por comenzar, y yo me ayudaba con medicamentos para mermar el dolor de garganta, que día a día iba a amainando gracias a muchos helados que me habían permitido consumir. Todo sea para calmar la hoguera.
TVN en la pantalla, una tarde calurosa. Ya estábamos almorzados, y yo miraba con frenesí esa pantalla. Cabían en ese tiempo más de 70 mil almas en el coliseo de avenida Grecia, y el ceacheí lo escuchábamos desde Cerrillos, fuerte y claro. No entraría a la cancha Bam Bam, vecino ilustre del barrio donde me encontraba, en plena Villa México. Chamuca Barrera y el Matador comandarían la delantera. Tapia en el arco; Scooby Castañeda, don Pedro Reyes, Javier Margas y el Murci Rojas en la defensa. Al medio, Clarence Acuña, Luis Musrri, el Tobi Vega y el Coto Sierra. Sólo uno de todos ellos jugaba en ese momento en el extranjero.
La toma aérea desde el helicóptero del canal estatal daba el preámbulo de la tarde, todo era muy ceremonioso, y Pedro Carcuro le daba un toque solemne a la transmisión. Canté el himno nacional, me senté cómodo. No grité demasiado, recordemos mi dolencia.
Barrera puso la primera pepa cuando la selección no se podía sacar de encima el nervio. ¡Se paseó hasta al arquero y puso el gol en la misma cocina después de un pase fenomenal del Coto Sierra! No había terminado aún el primer tiempo y luego de un contragolpe se la llevó Salas. Lo bajan dentro del área, pero el temucano la había pinchado ya. El gol llena de tranquilidad a las tribunas, los festejos ya comenzaban a hacerse reales. Sólo había que aguantar otros 45 minutos. Bolivia quedó con 9 tras dos expulsiones, y el dominio de Chile era importante. En medio del segundo lapso entró Candonga Carreño y se escuchaba en todo Chile “Oh, Chile va al mundial… va al mundial, va al mundial, Chile va al mundial”. Pocos minutos después, el jugador pseudopugilista sellaba la clasificación. Tres a cero. Chile a Francia, Perú a la casa. Locura en Cerrillos.
Nos abrazamos todos, eufóricos. Nunca he podido describir esa cuestión que sucede cuando el fútbol mueve hasta a los más apáticos, o los que no cachan una. Y en eso me incluyo, pues 1997 fue el año que más juguito de pelota fui, que coleccionaba las revistas de fútbol que me llevaban mis tíos, y semana tras semana mi cuaderno de apuntes se seguía llenando. Esta vez, el apunte era que en junio nos veríamos en Francia… ¡Un mundial después de 16 años! Era más que toda mi vida. Nunca estuve tan atento a la pelotita, gracias a la tele abierta, a los diarios y revistas, un romance con el periodismo deportivo que duró un tiempo acotado.
Chile clasificado, después el Colo campeón después de dos años de bicampeonato de la Chile. ¿Cómo podía terminar mi año? Pues ya las fichas verdes no existían, mi papá se dio cuenta que no era negocio. No me cambió la voz, pero teníamos mundial, una posición en el cuadro de honor en el colegio (respuesta a la precipitada medida conductista de las fichas)… y una navidad que me llegó otra camiseta. Era alba, con el Cacique en el corazón, cosa que sorprendió a varios. Pero esa ya es harina de otro costal.