Cambios extraños
El Siemens C66 era un teléfono muy popular. Tenía teclas azules y grises, era con pantalla a color y podía emitir ringtones polifónicos. Además, contaba con cámara, que hacía unas fotos muy pixeladas. Pese a eso, era muy revolucionario para la época. Al menos, así lo entendía, ese día de fines de junio de 2005, cuando salí del Plaza Oeste con dirección a mi casa nueva. Había que acostumbrarse al nuevo celular, como también lo estaba comenzando a hacer en numerosos ámbitos de mi existencia.
La nueva vida me había traído a vivir a la Villa El Abrazo de Maipú. Cumplía mi segundo mes en las cercanías de ese lejano Camino a Melipilla. Barrio que costó asimilar, porque realmente estaba en medio de la nada, lo único que teníamos de equipamiento era una panadería y un cuartel de bomberos. Recuerdo que la primera vez que vine al barrio, cuando visitamos la casa piloto meses atrás, pasamos a un almacén a comprar y le preguntamos al que atendía –que le decían el Trucha- cómo era el ambiente. “Noooo, es súper bueno, tranquilito” decía el hombre, al mismo tiempo que yo observaba colgando de una de sus góndolas unas esposas y una luma, además del detalle de que el local estaba muy enrejado.
Nueva vida que no estuvo exenta de algunas dificultades domésticas: ya había estado en capilla a principios de año en el colegio por los atrasos debido a las obras de la autopista Vespucio Norte y avenida Pajaritos; y haberme venido a vivir aún más lejos no ayudaba en solucionar ese problema. A estas alturas, ya estábamos sorteando el tsunami del fin de semestre y el Centro de Alumnos del que formaba parte comenzaba a marchar sobre rieles. ¿Qué podía salir mal a estas alturas?
Mientras en mi escritorio, el Siemens sonaba de vez en cuando anunciando un nuevo SMS. Pero no llegaba aquel que quería. Las llamadas se anunciaban al compás de Katrina and the Waves y el Walking on Sunshine característico de Movistar, marca nueva que reemplazó a mi querido Bellsouth. El fin de semana que inició julio no quería pensar, pero me terminé desobedeciendo, y el mensaje esperado en el azul teléfono no arribó.
Cuando era más chico, no renegaba tanto de lo astrológico. Esa fue herencia de mi mamá, me tomaba en serio mi geminismo, al punto de que justamente ese fin de semana había puesto fin a mi primer Fotolog, que se llamaba “geminisanyonimus”. Sí, de anión, porque adolescente, negativo, pero emocional. Y quien me traía atormentado era nada más y nada menos que una taurina. Y resulta que también comenzaba a constatar que las taurinas son bien cabeza dura para sus cosas.
A la chica en cuestión, la había conocido en un carrete de un curso amigo. Era de una generación más abajo. En ese entonces, yo estaba en segundo medio, y conversaba con otra muchacha con nombre de flor que había conocido en esa fiesta. El diálogo estaba interesante, ella era muy irreverente, incluso me decía que soñaba con ser bataclana cuando grande. Interesante punto de vista, pensaba yo, que derechamente no tardaba en entender lo disidente que resultaba un pensamiento así en la adolescencia del 2004. De pronto, un auto se paró afuera de la casa y se bajó la taurina, vestida de blanco riguroso, con un pelo negro ondulado. “¿Quién es ella?” le pregunté a la chica con nombre de flor.
-Es una compañera…
-Mándale mis saludos- le dije.
-Sí, pero a ella le gusta tu compañero, el Alex.
Por supuesto. El Álex era uno de los mijitos ricos de mi curso, a quien varias veces le llevé recados de mis amigas, y de las amigas de mis amigas. Sin embargo, esa noche me quedé en la etapa contemplativa, sólo la jugada del saludo a través de mi contertulia me bastó para quedar conforme, porque en las artes de la seducción en contexto de carrete soy una real bosta. De hecho, creo que ante tal realidad, no recuerdo bien si logré certificar que mi saludo haya llegado. Ese año se terminó y no tuve ninguna novedad.
Un día de marzo del 2005, pasé al Arauco Maipú a comer solo. Había ido a pagar una cuenta al mall, y desde ese instante ya tenía la costumbre de comer algo rico fuera de casa los días viernes. Ese día llovía intensamente, entonces tampoco apuré mi tranco. Mientras le daba el bajo a mi promoción, repentinamente dos chicas del colegio se sentaron en mi mesa. “Es que te vimos muy solito y vinimos a acompañarte”. Una de ellas era la taurina.
Ella había repetido de curso y andaba con una compañera, que algo cachaba porque habíamos estado juntos en el taller de teatro. Después que la taurina se fue, le comenté a su amiga que a quien se había marchado la encontraba interesante, y que agradecía el gesto de acompañarme. Le di mi MSN, y creo haber seguido mi camino feliz. Sólo sé que esa lluviosa tarde de marzo no me fui derecho a casa, sino a La Florida, a una tienda que administraba mi papá a hacer un encargo, y con la cara llena de risa. En ese tiempo, mientras esperaba mi nuevo hogar, vivía con mi Viejo, quien recurrentemente me pedía estos favores.
La taurina y yo comenzamos a encontrarnos en la caminata a la micro a la salida del colegio. La química no fue tan inmediata, pues tempranamente entendería que había que sortear muchas corazas. En tanto yo, estaba como libro abierto, tratando de comprender qué significa sentir algo cuando las oportunidades en la vida habían sido más bien escasas. ¿Cómo proceder? ¿Qué está bien hacer? Un mensaje, un detalle, una visita en el recreo… que me daba cosa hacer, porque cuando la veía con sus amigos yo no quería ir a molestar, ya que sabía que sí o sí nos encontraríamos caminando por medio del ex Outlet Mall a la parada de Jorge Délano con Pajaritos para tomar la micro a la casa.
Oh sí, la calle Jorge Délano. Testigo de nuestros contados encuentros cercanos, pero que añoré lo suficiente como para poder jugármela con todo. Sin embargo, el idilio no duraría mucho. Algo aquejaba el corazón de ella que no pude interpretar, y las cosas al poco tiempo se enfriaron a un punto de no retorno, muy a mi pesar. Cuando ya terminaba junio, ya me había jugado todas mis cartas, sabía que la quería, ofrecí todo lo que podía, pero no lograba entender hacia dónde iba el rumbo de ella.
El fin de semana que inició julio mi mente y corazón estaban con ella, y rogaba por tener luces de cómo comprender su situación. Traté de instarla a que se abriera, para poder comprenderla y hacer algo por ella, lo que fuera necesario. A través de su mejor amiga, con quien fue a un carrete ese finde, le pedía que mediara por mí, para tener una respuesta definitiva.
La respuesta llegó el 3 de julio, en persona, y no era lo que quería. Está bien, es parte del juego, aunque no oculté mi frustración por no poder comprenderla. Me mandaron a la mierda, porque tampoco mantuve la calma, y todos los discursos de autoayuda que había escrito días atrás acerca de la confianza en sí mismo, el objetivo de la vida y las personas valiosas se fueron también a la punta del cerro. Recuerdo haber llorado en una clase de historia, donde el profesor me fue a preguntar qué ocurría y me dejó tranquilo cuando una amiga le dijo que me había pasado algo feo.
Julio partió negro para mí y mi pretensión de seguir queriendo a la taurina de cerca. Unas citas posteriores con otras personas me hacían extrañarla más, pues nadie estaba a su altura. La adolescencia permite esas licencias, dar todo, creerlo todo, sufrirlo todo. No es un baladí, estoy refiriéndome a mi gran amor de colegio.
El Siemens continuaba sobre mi velador, ya con otros mensajes. La función tenía que continuar, pues si yo acababa de aprender a la patá y al combo que esperar que las personas cambien era una impertinencia tremenda, por otro lado, el cúmulo de cambios drásticos de la vida me estaba recién dando la bienvenida, dándome una lección durísima acerca de lo que significa adaptarse a nuevos escenarios.
A bordo de alguna 245 o 332, me cabeceaba en el desvío por calle Manuel Rodríguez acerca de cómo continuar. Asumir el fracaso, limpiarse la tierra, continuar el camino, al mismo momento que la casilla de mensajes del Siemens no logró tener algún mensaje de ella, toda la historia se había ido en su antecesor. Por otro lado, había un montón de trabajos que entregar, una fiesta comercial que sacar adelante, y una vida que seguir adecuando cuando te das cuenta que el regreso a casa es más tedioso que antes. A ella no la odiaría, todo lo contrario. A la postre, si algo hicimos mal, nos perdonamos, aprendimos y nos quisimos como amigos.
¿La pena? Bueno, se dejaba bajo la alfombra. Para eso estaban los amigos, al final de la semana otras historias se contarían, como por ejemplo una visita al Dan en su casa en Huechuraba. Nos juntamos en el Mall Plaza Norte a comprar la carne y las demás cosas para comer. En el supermercado le bolseamos degustaciones a un tipo que estaba con una parrilla, y que su uniforme decía “especialista Amigo”. Nos hicimos una foto con él y su cara denotaba una tremenda incomodidad, que me hacía creerle bien poco a la prenda.
En casa, el Javier (otro amigo), se sacó la cresta en el antejardín. Después, quien estuvo al mando de la parrilla fue el mismísimo Alex, pero no supo cómo hacer el fuego. Creo que incluso recurrimos a la tóxica práctica de echarle parafina a la parrilla, y la carne quedó realmente como la mierda, a la vez que casi incendiamos la casa.
El frío de Huechuraba lo capeamos después jugando tenis en un Dreamcast, y después viendo videos de animación japonesa de dudosa reputación, que sorprendían dentro de la casa de un evangélico. Para rematar, en la mañana fuimos despertados por un perro pervertido (Vuela alto, querido Kevin R.I.P.).
Como corolario, la historia de un peculiar regreso en micro desde Huechuraba a Maipú, donde se sentó con nosotros una abuela, en avenida Independencia. Susodicha venía junto a su marido, y mi amigo Javier, quien estaba sentado al lado mío, le cedió el puesto a la dama. También iba con nosotros Pinky –otro amigo-, quien al rato se puso de pie para darle el asiento a Javier, porque definitivamente este muchacho había dormido muy mal.
En eso que íbamos por calle San Martín, otra señora que iba a bajarse no tuvo mejor idea que agarrarse del culo del Pinky, lo que causó controversia arriba de la micro. Y la abuela, con ningún pelo de pajarona, dijo «¡Uuy! ¡Le agarró todo el queque al cabro!”. Pinky puso 514 facciones distintas en 13 segundos, mientras la otra vieja verde se bajaba de la micro en la esquina con Alameda. En tanto, la abuelita comenzó a su vez con su intimidante interrogatorio: En qué curso íbamos, si veníamos de un carrete, si el Pinky era mateo, etcétera. Yo estaba con miedo, a Pinky le vino un mareo y tuvo que correrse al lado de donde estaba la ventana para poder tomar aire, poniendo todo su trasero en mi vista.
Yo llevaba la mochila de Javier, que iba muy pesada porque llevaba el Dreamcast en su interior y se la devolví. La abuelita comenzó a mirar con cara libidinosa a Pinky y me dijo en voz semi baja: «Aaay, pobrecito, le quité el asiento. ¿Se sentirá muy mal? ¿Me paro?”. Le dije que no. Después se subió un señor a vender bombón Privilegio 4 x 100. La señora tomó su chorito y sacó una redonda moneda de 100 pesotes y se compró cuatro bombones. Segundos de inercia, Alex cabeceaba con la ventana, y a Javier con suerte lo podía ver, la micro se había llenado bajando por la Alameda.
Llegamos a Estación Central, y se subieron unas chicas que eran compañeras del Pinky en el Santa María, las dos con tremendos helados. Ni tonto ni perezoso, Pinky le pidió una lengüita a una de sus amigas, y Javier posteriormente pidió su parte a la otra muchacha.
Mientras conversaban ellos, y yo en mi tranquilidad, me vuelvo a perturbar con la voz de aquella ancianita.: «Los cabros las hicieron lesas con los helados» ¡De más! Si estos hueones se comieron todo el helado, ¡jaja!
“Esta juventud de hoy, oye…»
La bajada nuestra fue en el paradero 8 de Pajaritos, mientras la abuela continuó su rumbo a quizás dónde. Y por cierto, el Siemens también estuvo en acción, pues conservo una instantánea con dicha señora gracias a su cámara de fotos pixeladas.
Bajarse de esa micro sirvió para constatar que, de un momento a otro, cosas pasajeras te recuerdan que el escenario puede darse vuelta en cualquier momento. Porque el final de la historia se cuenta de modo geminiano: el viaje de ida, con el dolor de una pérdida. El de vuelta, con la risa a flor de piel por los sucesos fuera de libreto. Finalmente, es la tendencia al equilibrio, la lucha de los gemelos. Podré hoy renegar de aquello, tal vez. Pero los hechos dicen que esa semana de julio de 2005 tuve a mi merced en todo su esplendor emociones muy opuestas, como muestra gratis de lo que sería, al cabo de un tiempo, la vida misma.