Sombras en el Piamarta
Las sombras impiden que este relato salga fluido. Sólo sé que esta parte del relato se inició con balas. Pero yo no las escuché ni las vi. Y tampoco me enteraría de aquello hasta muchos años después, pues esa jornada no vi las noticias. Es que nadie se imagina que la crónica roja tocaría nuestra puerta. Lo que se ve en televisión siempre es muy lejano, es otro Chile, al cual probablemente nunca tengamos acceso, o bien nuestra presencia en la cajita idiota es tan efímera como las verdades verdaderas que ahí se exhiben.
Afuera del Apumanque se agarraban a balazos. Pacos y lautaristas vacían sus revólveres a vista y paciencia de los transeúntes que todavía no pueden tomarle el gustito a la democracia. Todo se ve frágil. Ni los fierros de esa micro Intercomunal podían evitar sucumbir ante el tableteo de odio. No eran todavía tiempos de reconciliaciones, ni en la política, ni en mi propia casa. El 21 de octubre de 1993 tendría lugar el cisma, y si las cosas no hubiesen sido de vida o muerte para uno de mis progenitores, probablemente la bomba de tiempo de ese hogar hubiese explotado de otra manera.
Lo bueno, es que no me mintieron. “Voy a ver a tus abuelos”, y me pareció algo razonable.
Las decisiones difíciles de la vida requieren muchas veces de una energía de activación, como en la química… y sobre todo, cuando ya no hay química. Si yo no me siento con todo resuelto a mis 31 años, tampoco podía esperar que quienes me dieron la vida lo tuvieran incluso con menos edad. Pobre de aquella generación que les dijeron que la vida era la casa propia, un auto y una tele a color para ver Sábados Gigantes; viejos chicos que a los treinta años debían disimular un divorcio, que por mucho tiempo tenía que ser “de hecho”, porque la sociedad –tal como hoy lo son con los LGBTI, sólo por nombrar un ejemplo- siempre da lecciones de mojigatería e hipocresía. No los culpo, nunca los he culpado ni los culparé; estoy convencido que mis padres tomaron en ese instante la mejor decisión de sus vidas.
No recuerdo haber hecho mucha resistencia a la situación acaecida. De pronto, ver a mi papá cada dos semanas se volvió una costumbre que normalicé rápidamente. Si bien, ya no estaba en casa todos los días, siempre sentía presente su rigor. Debía portarme bien, ser recto y correcto, y dar noticia de mis capacidades, ya que debía abandonar el jardín infantil y enfrentarme a otro mundo.
Hablar de 1994 es difícil, porque no fue un año particularmente alegre. Y no es porque lo recuerde con pena. Es que sencillamente casi no lo recuerdo, y las alegrías tampoco fueron pauta. Me despedí del jardín Gotitas de Gente con El Baile del Perrito, y fui a dar a una inmensa mole de cemento llamada colegio Piamarta.
El primer día de clases, no podía pasar piola. El ansia de mis padres por estar siempre en los momentos cruciales le ganó a la racionalidad y me fui a sentar a una sala que no me correspondía. No era el kínder G, sino el E donde debía dirigirme. ¡Sorpresa! Me encontré con una niña que vivía en mi pasaje. Creo que no estaré tan solo, en un colegio que era enorme, que nunca aprendí a conocer bien, y del cual se contaban muchas cosas siniestras.
Era en las noches del pasaje Wagner. No sólo yo estaba en el “Pía”. También mi vecino del frente, el Jano. El que vivía al lado, el Tavo y la hermana de la Karen, quien era mi compañera. La corbata gris con líneas italianas era hegemónica en la Villa Lo Errázuriz, y las malas lenguas decían que un elenco de seres malditos se paseaba por los anchos pasillos del colegio. Que la Llorona, que la Quintrala, que también había muerto un obrero –el colegio continuaba en construcción- y penaba. Y mis humildes seis años de edad, contribuían a que yo me lo creyera todo. Y la Karen, quien era rechamullenta, le ponía mucho talento a los relatos. Eran realmente creíbles.
Al recinto me iba con la tía Jacqueline, en una combi amarilla. El furgón escolar clásico de la época, sólo desplazado cuando llegaron los Kía Besta que tenían baliza roja. La jornada era en la tarde, por lo que no sufría levantándome temprano, pero sí me perturbaba salir del colegio de noche en el invierno. Francamente, no recuerdo a los amigos de ese tiempo. Es muy vago todo. Se me vienen a lo más algunos nombres: Piero, Sergio, Javier… pero para de contar.
Quien sí me quedó en la memoria, es una niña llamada Amapola. Con ella inicié mi repertorio de esos pololeos de cabro chico, del besito pequeñito. Ella comenzó, y yo no sabía lo que significaba “tener una pololita”. Lo que no me esperaba, era que también me sometía a una de las dinámicas sociales más arraigadas en los hombres para la época: la pelea por una mujer. Nociones de amor tenía sólo de las teleseries. No tenía idea del romanticismo, los grandes se daban besos, pero yo era chico. Los grandes se regalaban flores, pero yo no sabía de dónde sacarlas. Sí había visto que los hombres competían y que la mujer era cortejada. Que los hombres se agarraban a combos y las mujeres lloraban. Eso decía la tele. Yo sólo me remití a responder muchos besos en la mejilla para ganarme también un rival. Miguel, un cabro chico que me llegaba a los hombros, y que como no podía pegarme un combo, me agarraba el corbatín y le cortaba el elástico. Al menos un par de veces Amapola fue la causa de un pleito con Miguel. Ambas veces terminé con la corbata destrozada en la mano. Sin embargo, ella eligió, y quien salió en la foto de fin de año con ella, fui yo. Nunca más supe de Amapola una vez que abandoné el Piamarta.
En el curso había otro personaje. El desordenado se llamaba Iván, y tenía la fama de ser “El ladrón de tazos”. En ese año, Salo sacó un álbum llamado Videojuegos, con el cual me enteré que existía un mundo más amplio que mi Nintendo con 32 juegos programados que mi papá se había llevado donde mis abuelos. ¿Por qué a Mario Bros le salió una cola? No lo sabía. Tampoco me lo esclarecían los tazos de Barcel, al mismo tiempo que Evercrisp sacaba unos de Disney. Un día, mi tía Johanna hizo un orden profundo a mi caja de juguetes y pudo acumular una cantidad importante de tazos. Me los pasó para que jugara, y como era de esperar, los llevé al colegio. En un momento que jugábamos, mostraba mis tazos a los compañeros, y de pronto escuché: “¡Cuidado, viene el Iván, el ladrón de tazos!”. En cosa de segundos apareció el tal Iván y de un zarpazo me quitó una cantidad importante de piezas. No recuerdo haber puesto mucha resistencia. Él se veía más grande que yo, no me iba a arriesgar a que me pegaran.
La tía Norma, quien era mi educadora, me enseñó que para ir al baño tenía que decir si “podía ir a orinar”. Pero quedaba tan lejos de la sala, que varias veces sencillamente no alcanzaba a llegar. No fueron pocas las ocasiones que tuve que irme a casa por esa causa, que nunca he querido vincular con lo que se vivía por esos días. Pero por algún motivo causaba preocupación en mis papás. Yo había sido bien enfermizo cuando era más chico, estaba en pleno tratamiento contra el asma, y cuando me dijeron que me llevarían al médico, yo pensé que era un control más, que me vería mi doctora Valdés y que tendría que soplar un tubo para ver cómo iba mi respiración.
Con las micros amarillas conocí Providencia. La 211, que todavía lucía máquinas Metalpar Pucará con líneas azules, nos llevaba a Peñalolén a ver a la familia materna. Pero este nuevo paseo llamaba la atención, comenzaba a conocer el otro Santiago, el que aparecía en la tele. La misma 211 pasaba por el Panorámico, y cuando nos bajamos ahí, pensé que íbamos a la consulta de mi pediatra. Pero entramos al edificio del mall. Me atendió un caballero, tenía bigotes. Hace no mucho tiempo había tenido noción de lo que era un “curao” y ese tipo hablaba como ellos. Me hacía muchas preguntas, no me sentía cómodo. Sobre todo de ese 21 de octubre, y me aburría que insistiera tanto con el tema. Yo ya no quería ir al psicólogo, quería que me devolvieran a mi doctora Valdés.
Por otro lado, mis papás también, cada cual a su modo, buscaban el consuelo y rehacer sus vidas. Era legítimo, cada cual con sus creencias. Mi mamá meditaba, mi papá rezaba. Yo jugaba y llenaba de letreros la casa, y llenaba guías telefónicas con dibujos de micros, incluso en el cuaderno donde realizaba las actividades de las clases.
Los viernes, cuando me tocaba con mi papá, eran especiales. Me iba a buscar al colegio, y juntos salíamos al Plaza Vespucio. Pasábamos a los juegos, él apañaba en todo: los autos, las tazas locas, el tren. Rematábamos comprando en el Unimarc de Serafín Zamora. Él trataba de influir en muchas cosas que a la postre tuvieron efectos. Me enteré que estaba estudiando para ser locutor, ya no sólo contador. Apareció en la pieza que tenía en la casa de mis abuelos un micrófono, un órgano, y muchos cuentos. Me ponía unos fonos, y él me pedía que leyera dichas narraciones. Vamos con Caperucita, la Cenicienta, entre otros, ejercitando la lectura, codificando, escuchando mi voz y luego cantando juntos los temas de Tito Fernández y Alma Chilena, un conjunto folclórico al que él pertenecía. Aquí es cuando digo que el hecho de que hoy lea, escriba, locute, grabe, comunique y enseñe lenguaje, no es casualidad. Ignoro si se dio cuenta temprano o tarde de eso.
Por su parte, mi madre comenzaba a aprender toda una vida que nadie se dio el tiempo de enseñarle, porque no eran los tiempos. Se transformó en una mujer avanzada para su época, que se movía por su cuenta, sola, resiliente, independiente. Quizás, mucha frustración pudo haber tenido por el derrumbe de un proyecto de vida, pero fue a través de su trabajo y determinación que se levantó silenciosamente, sin hacer escándalo. Convertida en ejecutiva de cuentas de financieras comenzó hacer carrera, y me promovía la escritura llenándome de lápices de Finandes, tacos y cuadernos.
Aunque, ser hijo de papás separados en ese tiempo era sencillamente ser bicho raro, causa de muchos comentarios que afortunadamente ignoré. Lo más extraño, eso sí, fue una reacción de mi abuela María, cuando escuchó que le conté a unos niñitos que mis papás se habían separado. Salió escandalizada de la cocina y me entró de un ala, diciendo que Dios me iba a castigar por lo que estaba diciendo. No entendí el motivo del reto, si a mí me habían enseñado a hablar siempre con la verdad.
En viajes a Quillota, a la radio Nexo, conocí a quien sería la real compañera de mi papá. Mi mamá, por otro lado, se empeñaba para darme un día a día llevadero y limpiarme las heridas de las sacadas de cresta que tenía a cada rato jugando en la calle. Ambos comenzaban a hacer sus nuevas vidas. Con justicia, se dieron su segunda oportunidad para florecer. Es quizás por eso que no tengo escenas tristes que recordar, salvo la incomodidad de ir al psicólogo.
Volviendo al Piamarta, ese año fue el único que estuve en el recinto de Estación Central. En uno de los controles médicos que fui, mi pediatra recomendó que me cambiaran de colegio a uno que hicieran mejores actividades físicas. Postulé al Gabriela Mistral en Quinta Normal. Recuerdo haber dado una prueba de admisión que hice rápidamente, y la examinadora me llamó Flash. Yo sabía que me iría a ese nuevo colegio, en tanto no sabía que comenzaba a sobresalir entre mis pares del Pía. Tenía que dar lo mejor para que mis papás estuvieran orgullosos. En el acto final, fui un extraterrestre que bailó alrededor de un platillo volador. Pero la sorpresa era que este pendejo, del kínder E, leería un texto en dicho acto. Lectura, en kínder. Impensado para esa época y ese colegio.
La gracia la repetiría en el acto de graduación. Mis papás no cabían de gozo. Tal vez, mi corazón sentía que debía colaborarles en felicidad en sus nuevas vidas que comenzaban. Que a pesar de lo doloroso que pudo haber sido cambiar los rumbos, lo único que los vincularía les otorgaría alegrías, y francamente no he podido jamás desligarme de ese afán hasta el día de hoy.
Finalmente, lo más notable que recuerdo del 94 es algo muy random. Mi papá me llevó un día al persa Bío-Bío. Ahí, tuve acceso al único cartucho de Nintendo que tuve en toda la vida. Sí, el del Mario Tres. Todo lo demás, se esconde en una espesa neblina, excepto sólo una cosa. La única, quizás, que nunca cuestioné: Pasara lo que pasara, nunca me faltaron mis papás. Nunca. Y eso, señores, es un privilegio.