El 23 de junio de 2005
Siete treinta y trés de la mañana. Avenida Pajaritos, Metrobús 34 B.
El libro El Extranjero procedía a cerrarse por última vez en casi trece años, marcado en la página 30, con un boleto de cobrador automático.
Probablemente haya sido una mañana bastante fría, pero no por ello menos motivante. Más que mal, los jueves eran uno de los días más relajados de la semana… y el electivo de Física, como era con los cursos mezclados, permitía la licencia de poder llegar un poco tarde zafándose la asistencia. Aunque este no era el caso, pero era pertinente tenerlo presente, ya que llevaba sólo 53 días viviendo en El Abrazo y ya me tenían fichado por los atrasos, y mi apoderado lo sabía. Pero estando a esa hora en Plaza de Maipú, estaba todo destinado a que saliera dentro de los marcos de la normalidad.
«Trayectoria de un proyectil lanzado en las cercanías de la superficie terrestre», comenzaba Hertel su sinfonía académica, en esas frías salas del gimnasio. En una sala abarrotada de hombres, ya que sólo la Loreto hacía presencia representando a las mujeres en ese curso -extraña distribución de la nómina, por cierto-, se volvía una risotada cada vez que en un gráfico para calcular un vector de la trayectoria mencionada, el profesor decía que había que deducir el «seno de theta» (senθ).
El plan del día no tenía grandes pretensiones, salvo ir a jugar un partido al Líder que quedaba cerca del colegio. Sin embargo, los comentarios estaban más asociados al día anterior, cuando la directiva de curso tuvo la novedosa idea de utilizar los noventa minutos del Consejo de Curso que clásicamente eran reclamos y desorden, en una actividad recreativa.
Tuvimos el gimnasio sólo para nosotros, levantamos el escenario en un rincón y tuvimos nuestro show propio. Las bandas del curso y todos los que tocaban algún instrumento tuvieron su momento de gloria. El Gori, con su guitarra acústica y sus canciones de fogata cuyo humo tendía al cuatro veinte. (Lo que quedaba de) Dickman, con Jonathan, Pelao y el Tinho (si no me equivoco…); y nosotros. Último intento, con la colaboración de Roberto en la batería (quien en ese tiempo era mi brazo derecho en el Centro de Alumnos), el Pinky y Javier en la guitarra y el canto… y este humilde servidor. Fue la única vez que me subí a un escenario con un bajo.
Si me pidieran que recordara qué fue lo que tocamos ese día, es imposible. Pero rayábamos con un tema que se llamaba «Tortillera», que compusieron los cabros, y que trataba de un tipo que pilló a su polola haciéndose añuñucos con otra mujer. Una canción breve, pero enérgica, chistosa y hasta incoherente. Pero debe ser el tema que mejor tocamos por los siglos de los siglos, amén.
Obvio que la cosa no podía quedar ahí. Ese extraño boom de las bandas -en las que podía participar porque hace poco tiempo me habían regalado un bajo, que a la postre no utilicé más al poco tiempo-, propio de aquel período de la búsqueda de identidad adolescente, daba espacio a motivarse para crear más canciones y versos.
De ahí, que la cita sería en mi casa. Al menos en dos oportunidades, la nueva sede en El Abrazo de Maipú albergó a estos adolescentes inquietos, que se hacían llamar «los Bonobos», por culpa del profesor de Historia. Sí, los mismos que le preguntaban al profesor si Casimiro Marcó del Pont o Napoleón Bonaparte eran gays. El profesor replicaba que eramos portadores de una «inteligencia natural». Muy sutil para tomar en consideración su sarcasmo.
El Último Intento Unplugged -en su segunda versión- quedó fijado para días venideros, donde saldrían a la luz improvisadas y penosas, aunque chistosas canciones, al son de un par de guitarras y un bajo sin amplificador. Melodías que, a estos tiempos, pueden ser irreproducibles. Que mis alumnos, por favor, jamás se enteren.
Pero volvamos al 23 de junio. Envalentonados, como que podíamos hacer todo, después de la jornada escolar nos decidimos para ir a jugar a la pelota. El Líder de Vespucio Norte ofrecía un par de arcos en su estacionamiento. Gratis, buen tiempo, nadie que molestara. Estudiar para la prueba de nivel de Química podía esperar. Y jugamos hasta cuando el crepúsculo acusaba el rigor del horario del invierno que acababa de llegar.
Sí, estaba mejor el partido que el entrenamiento de voleibol, al cual falté, porque estaba extenuado. Seguramente, la caminata por el Mall Arauco Maipú para ir a tomar la micro auguraba un largo viaje y las fuerzas ya escaseaban. Era el tiempo de los trabajos para el corredor Transantiago en Pajaritos, y la micro al Abrazo se desviaba por la calle Manuel Rodríguez. El viaje se hacía eterno. No sabría decir si fue la 245 o la 332, pero sí tengo la certeza que esta vez no compré ningún Cubanito de Fruna, porque me quedé raja, con la cabeza puesta en una porfiada taurina.
Es que «no tengo tiempo para más angustias, se acaba el tiempo», declaraba. El Nokia 3586 de ese tiempo, polifónico y sin cámara, próximo a ser reemplazado por el popular Siemens C66, no recibía un mensaje de ella hace días. Tampoco en el MSN, ni menos en el colegio tenía noticias que me alentaran a evidenciar una realidad esquiva.
Junio había comenzado sin la compañía anhelada, y pocos días antes evidenciaba con nerviosismo cómo reconocía un tremendo sentimiento en presencia de quien me llevara por Jorge Délano a punta de bromas sarcásticas, y que pocos días antes de su cumpleaños, en abril, trajera a este mundo ese beso que el año anterior había imaginado en mis sueños, después de verla vestida de blanco en un carrete de una compañera de ella, y el mismo día que me enterara que andaba «enamorada» de uno de mis compañeros de ojos claros.
Pero la tozudez podía más. Como ha sido siempre mi problema, necesitaba las certezas. Te quiero, entiéndelo, pero hay que aceptar a las personas como son. No, no, compañera. No se trata de que cambies, se trata de que me ayudes a entenderte.
Pero no había evidencias. Ni menos certezas.
Unos días después, caminando por el Mall nos quedamos solos. Hasta ahí, todo bien. La irreverencia, las barracas que nos lanzábamos daban para hacernos un resort de cabañas. Creo que en un instante la acompañé afuera del baño de mujeres, ya que al costado había una salida por la cual solíamos dejar el Mall para caminar hacia Pajaritos. De pronto, me enfrentó para seguir tapándome a palos, y salieron los temas que quedaban en el tintero. Lo que era leseo, dramáticamente se tornó serio. No era momento para postergar, pero el cuerpo se me aplomó, y no pude ser capaz de mirarla. Recuerdo haberme llevado las manos a mi cara. Buscaba el auxilio en algun duendecillo que imploraba que mi imaginación fabricara para evadir el bochornoso momento, al mismo instante que ella me decía «qué te pasa».
Un nudo en la garganta y las fuerzas de flaqueza, lo único capaz que fui de hacer fue mirarla con los ojos cristalizados, firmemente a los oscuros de ella, su pálida cara, sus pecas, su pelo negro. «Abrázame, por favor». Y me derrumbé en un llanto desconsolado en su hombro, diciendo «Te amo, hueona, te amo». No recuerdo que hasta ese instante en los 17 años que tenía, haberlo hecho tan categóricamente. Sólo una mención en un Balance que hice de los 16 años, donde reconocí su aporte a mi vida. Pero sin duda, aunque nuestros caminos ya no iban hacia la misma dirección, no había mejor paz para ese instante que el abrazo de aquella taurina que no me fue negado, aunque me pidiera que dejara de llorar porque «se iba a sentir mal».
En ese momento confirmé, sin duda, el valor de decir las cosas a la cara. Y sobre todo, que te escuchen.
La verdad, es que sería cosa de algunos días saber lo que se debía saber, y no era precisamente lo que ese 23 de junio, al llegar a casa a oscuras anhelaba, ni lo que podía haber soñado escondido detrás de ese cabello ondulado, en medio de un abrazo compasivo. Pero podría decir que fue una de las cosas más significativas de aquellos locos años alicantinos.